miércoles, 9 de enero de 2013

Baile en la plaza


















Es un poco difícil, pero una vez que ya lo hemos comentado en clase, puede resultar un poco más sencillo entender el análisis que Fernando Lázaro Carreter ha escrito comentando estas diez líneas de texto magistralmente escrito.



La fiesta está en su apogeo. Han pasado seguramente pocas horas desde que Horchatero Chico regó de sangre aquella plaza, ahora invadida por la multitud. El giro "viene cayendo... la noche", reforzada por el complemento desde muy lejos, pone el marco temporal al fragmento; se trata de un lentísimo crepúsculo, tan largo quizá como las ansias de diversión de aquellas gentes, como la agonía del novillero. Poco a poco comienzan a encenderse las tímidas bombillas de la plaza; se trata, pues, de un festejo popular.

El adjetivo tímidas posee fuerza evocadora. La plaza ha sido engalanada con abundantes bombillas, que a esta hora del atardecer se encienden, frágiles y amarillentas, aún innecesarias para el jolgorio. El autor nos sugiere la violencia de este por el «temor» de aquellas. Las gentes están bailando. Cela nos habla de su rugido ensordecedor. El sustantivo rugido expresa la animalidad del festejo, denunciado por el autor con un rigor implacable. Es, además, un rugido unánime: el pueblo está divirtiéndose, haciendo más penoso el abandono en que muere Horchatero Chico (tema).

Sobre el clamor de las gentes se distinguen de cuando en cuando algunos compases de «España cañí». La locución adverbial de cuando en cuando nos hace entrever la competencia entablada entre el estruendo del pueblo y el de la música. Se trata de otro modo indirecto y hábil de sugerirnos aquella violencia populachera; el efecto se refuerza por la vulgaridad de la pieza que, a cortos intervalos, puede oírse.

El autor nos conduce de pronto a la escena de la agonía. El moribundo no está lejos: los balcones del Ayuntamiento darán, seguramente, a la plaza. Por eso, si se produjera la muerte de cuantos allí se divierten podría oírse sobre el extraño silencio el lamentarse sin esperanza del pobre «Horchatero Chico». Con esta frase gira nuestra atención de la fiesta a la víctima. Se trata de una inesperada hipótesis del escritor. ¿Qué la ha motivado? ¿Por qué se le ha ocurrido a Cela tan grave hipótesis? Hay tras ella, quizá, un confuso sentimiento de justicia y de venganza. Pero, nuevamente, lo que podemos imaginar es más de lo que el autor dice. Por lo repetida, parece esta una característica de su estilo.

El contraste es rápido y violento. Frente a la algazara popular, este lamentarse sin esperanza. En la muerte cierta del novillero insistirá poco después: aún no se ha muerto. Hay piedad y ternura en el pobre que califica a Horchatero Chico. Y el nombre «artístico» de este posee una enorme fuerza sugestiva: imaginamos al muchachillo humilde, de oficio miserable, en su peregrinación hacia una incierta fortuna por las capeas pueblerinas. Toda una historia de pobreza, de ambición y hasta de heroísmo nos ha sugerido Cela con sólo elegir ese apodo para su torero.

Una finalidad evocadora del ambiente social en que todo aquello ocurre posee el sustantivo barriga (con una cornada en la barriga, aún no se ha muerto). Es esta una forma popular y desgarrada de designar el vientre, la que el muchacho mismo usaría... de salir con vida. El autor nos ha sumido, magistralmente, en un clima vulgar de gentes que hablan así, que mueren sin gloria y se divierten sin piedad. Porque, en efecto, pocas muertes menos gloriosas que la de «Horchatero Chico»: vestido de luces y moribundo, está echado sobre un jergón en el salón de sesiones del Ayuntamiento. Lleva aún el traje que le debió servir para triunfar, para lucir su arte y su gallardía bajo el sol de la fiesta. Nadie le ha despojado de su atuendo; quizá porque una operación ya es innecesaria, pero quizá también -nueva sugerencia- porque nadie se ha cuidado de quitárselo. Está además en un jergón -ni siquiera en una cama- y en un lugar negado a toda intimidad: el público salón de sesiones del Ayuntamiento.

En aquella habitación, que hemos de imaginar grande y destartalada, unos pocos hombres rodean al herido: sus peones y un cura viejo. Nada nos dice el autor de su actitud ni de sus sentimientos: sólo alude a su presencia; el resto también hemos de imaginarlo nosotros. El médico dijo que volvería. Con esta frase final, tan escueta, tan desnuda como el resto del fragmento, Camilo José Cela insiste en lo inevitable de la muerte de Horchatero, puesto que el médico se ha marchado sin intervenir; e insinúa la despreocupación de este, que abandona al muchacho en el instante último.

Hemos tenido ocasión de notar una serie de rasgos muy acusados en el pasaje: los lugares, los personajes y sus comportamientos son sugeridos y no descritos; se utilizan para ello elementos formales muy simples. Sólo en dos momentos parece que el escritor toma partido: al hablar del rugido ensordecedor de la gente y al calificar de pobre al torerillo. Con ello matiza suficientemente los dos extremos del contraste. En lo demás se expresa con neutralidad, con simplicidad. Para la descripción de la agonía, le basta una simple enumeración, sin adjetivos de índole sentimental, para producir un efecto patético. Resulta en extremo atrayente este modo de narrar, esta, sin duda, dificilísima facilidad.

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